sábado, 14 de junio de 2014

1854 Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos



1854 Carta del Jefe Seattle al presidente de los Estados Unidos

Publicado por: DDLA detrasdeloaparente.blogspot.com.ar

Nota: El presidente de los Estados Unidos, Franklin Pierce,envía en 1854 una oferta al jefe Seattle, de la tribu Suwamish, para comprarle los territorios del noroeste de los Estados Unidos que hoy forman el Estado de Wáshington. A cambio, promete crear una "reservación" para el pueblo indígena. El jefe Seattle responde en 1855.
Originalmente publicado en el periódico Seattle Sunday Star, el 29 de octubre de 1887.El texto fue escrito por un Dr. Smith, quien tomó notas a medida que el Jefe Seattle hablaba en el dialecto Suquamish de Salish de Pudget Sound central (Lushootseed), y creó este texto en inglés de dichas notas. Smith insistía que su versión “no contenía la gracia y elegancia del original.” En la época de este discurso, era común la creencia entre los blancos lo mismo que entre muchos amerindios, que los americanos nativos se extinguirían.

Jefe Seattle:

He allí el cielo que ha llorado lágrimas de compasión sobre mi pueblo durante incontables siglos y que, aunque nos pueda parecer inmutable y eterno, puede cambiar. Hoy está despejado. Mañana puede estar encapotado con nubes. Mis palabras son como las estrellas que nunca cambian. Cualquier cosa que diga Seattle, el gran jefe en Washington puede confiar en ello tanto como él pueda confiar en el regreso del sol o de las estaciones. El jefe blanco dice que el Gran Jefe en Washington nos envía saludos de amistad y buena voluntad. Esto es muy amable de su parte ya que sabemos que él necesita poco de nuestra amistad. Son muchas sus gentes. Son como la hierba que cubre vastas praderas. Mi gente es poca. Se asemejan a los pocos árboles que se encuentran esparcidos en una pradera azotada por una tormenta. El gran, y presumo – buen, Jefe Blanco dice que desea comprar nuestra tierra pero que, al mismo tiempo, nos deja suficiente para que vivamos confortablemente. Verdaderamente esto parece ser justo, y aún generoso, ya que el hombre Rojo no tiene más derechos que él necesite respetar, y la oferta también parece ser sabia ya que no necesitamos más un territorio extenso. Hubo un tiempo en el que nuestra gente cubría la tierra como las olas en un mar encrespado por el viento cubren el fondo cubierto de conchas, pero ese tiempo hace mucho que desapareció junto con la grandeza de las tribus que ahora son apenas un recuerdo doloroso. No trataré el tema, ni lloraré sobre eso, de nuestra desaparición a tiempo, ni voy a reprochar mis hermanos cara pálida con haberla acelerado, porque también nosotros somos en algo responsables de ella. La juventud es impulsiva. Cuando nuestros jóvenes se enojan con alguna injusticia real o imaginaria, y se desfiguran sus caras con pintura negra, denotan que sus corazones son negros, y que con frecuencia son crueles e implacables, y nuestros viejos y viejas son incapaces de moderarlos. Así siempre ha sido. Así fue cuando el hombre blanco empezó a empujar a nuestros antepasados hacia el oeste. Pero esperemos que nunca regresen las hostilidades entre nosotros. Tendríamos todo que perder y nada que ganar. Los jóvenes consideran como ganancia a la venganza, aún al costo de sus propias vidas, pero los hombres viejos que permanecen en casa en momentos de guerra, y las madres que tienen hijos que perder, saben que no es así. Nuestro buen padre en Washington—ya que presumo que ahora es nuestro padre al igual que suyo, ya que el Rey George ha movido sus fronteras más hacia el norte—nuestro gran y buen padre, digo, nos envía el mensaje de que si hacemos lo que él desea, él nos protejerá. Sus bravos guerreros serán para nosotros como una erizada pared de fortaleza, y sus maravillosos barcos de guerra llenarán nuestros puertos, para que nuestros antiguos enemigos más al norte—los Haidas y Tsimshians, cesen de asustar a nuestras mujeres, niños, y viejos. Realmente él será nuestro padre y nosotros sus hijos. Pero, ¿puede eso suceder alguna vez? ¡Su Dios no es nuestro Dios! ¡Su Dios ama a su gente y odia a la mía! Él pliega amorosamente sus fuertes brazos protectores alrededor del cara pálida y lo conduce por la mano como un padre conduce a un hijo infante. Pero, el ha desamparado a sus hijos Rojos, si realmente son suyos. Nuestro Dios, el Gran Espíritu, parece que también nos ha abandonado. Su Dios hace que su gente se haga más fuerte cada día. Pronto ellos llenarán todas las tierras.Nuestra gente está menguando como una marea que retrocede rápidamente y que nunca regresará. El Dios del hombre blanco no puede amar a nuestra gente o el los hubiera protegido. Ellos parecen huérfanos que no tienen dónde buscar ayuda. ¿Cómo, entonces, podemos ser hermanos? ¿Cómo puede su Dios llegar a ser nuestro Dios y renovar nuestra prosperidad y despertar en nosotros sueños de una grandeza que regresa? Si tenemos un Padre Celestial común, el debe estar parcializado, porque el vino hacia sus hijos cara pálida. Nosotros nunca lo vimos. Él les dió leyes pero no tuvo palabras para sus niños Rojos cuyas prolíficas multitudes una vez llenaban este vasto continente como las estrellas llenan el firmamento. No; somos dos razas diferentes con orígenes diferentes y destinos separados. Hay muy poco en común entre nosotros. Para nosotros, las cenizas de nuestros antepasados son sagradas y su lugar de reposo es terreno reverenciado. Ustedes se alejan de las tumbas de sus antepasados y aparentemente sin pena. Su religión fue escrita sobre lápidas de piedra por el dedo de hierro de su Dios para que así ustedes no pudieran olvidar. El hombre Rojo nunca podría comprender o recordarlo. Nuestra religión es las tradiciones de nuestros antepasados – los sueños de nuestros hombres viejos, dados en las horas solemnes de la noche por el Gran Espíritu; y las visiones de nuestros jefes,  están escritas en los corazones de nuestra gente. Sus muertos dejan de amarlos y la tierra natal tan pronto como pasan los portales de la tumba, y vagan más allá de las estrellas. Ellos pronto son olvidados y nunca regresan. Nuestros muertos nunca olvidan este hermoso mundo que les dió vida. Ellos todavía aman a sus verdes valles, sus rumorosos ríos, sus magníficas montañas, sus apartadas cañadas y lagos y bahías bordeados de verde, y siempre suspiran con un tierno y cariñoso afecto por los seres vivos de corazones solitarios, y con frecuencia regresan del feliz coto de caza para visitarlos, guiarlos, consolarlos, y confortarlos. Día y noche no pueden convivir. El hombre Rojo siempre ha rehuido los acercamientos del hombre blanco, como la neblina matutina huye antes que aparezca el sol de la mañana. Sin embargo, su proposición parece justa y creo que mi gente la aceptará y se retirará a la reservación que usted le ofrece. Entonces, viviremos separados en paz, ya que las palabras del Gran Jefe Blanco parecen ser las palabras de la naturaleza que habla a mi gente desde la densa oscuridad. Importa poco donde pasemos el resto de nuestro días. No serán muchos. La noche del indio promete ser oscura. Ni siquiera una simple estrella revolotea en su horizonte. Vientos de voz triste se lamentan en la distancia. Un triste destino parece estar en el camino del hombre Rojo, y donde quiera escuchará los pasos que se aproximan de su cruel destructor y se prepara impasiblemente a enfrentar su destino, como hace el antílope herido que escucha los próximos pasos del cazador. Una pocas lunas más, unos pocos inviernos más, y ninguno de los descendientes de los poderosos espíritus que alguna vez se movían por esta amplia tierra o vivían en hogares felices, protegidos por el Gran Espíritu, permanecerán para llorar sobre las tumbas de un pueblo que una vez fue más poderoso y con más esperanzas que el suyo. Pero, ¿por qué debo llorar sobre el destino a tiempo de mi pueblo? Tribus siguen a tribus, y naciones siguen naciones, como las olas del mar. Es el órden de la naturaleza, y lamentarse es inútil. Su momento de decadencia puede estar distante, pero seguramente llegará, porque aún el hombre blanco cuyo Dios caminó y habló con él como amigo a otro, no puede estar exonerado del destino común. Puede que seamos hermanos, después de todo. Veremos, estudiaremos su proposición y cuando hayamos decidido, se lo haremos saber. Pero, si la aceptamos, yo aquí y ahora pongo esta condición, que no se nos niegue el privilegio, sin molestarnos, de visitar en cualquier momento las tumbas de nuestros ancestros, amigos, e hijos. Cada parte de este suelo es sagrada en la consideración de mi pueblo. Cada ladera, cada valle, cada pradera y huerto, ha sido consagrado por algún triste o feliz evento en días hace tiempo desaparecidos. Aún las rocas, que parecen ser mudas y muertas ya que se tuestan en sol a lo largo de la costa silenciosa, llenas con memorias de eventos excitantes conectados con las vidas de mi gente, y el mismo polvo sobre el cual ustedes se encuentran responde con más amor a sus pisadas que a las suyas, debido a que ha sido enriquecido por la sangre de nuestros antepasados, y nuestros pies desnudos son conscientes del toque simpatético. Nuestros difuntos, bravos, amadas madres, alegres y felices doncellas, y aún los niños que vivieron aquí y se regocijaron aquí por una breve estación, amarán estas soledades sombrías y, durante la caída de la tarde, ellos recibirán a los tenebrosos espíritus que regresan, y cuando el último hombre Rojo haya perecido, y la memoria de mi tribu se haya convertido en un mito entre el hombre blanco, estas playas estarán repletas de los muertos invisibles de mi tribu, y cuando los hijos de sus hijos se crean solos en el campo, la tienda, el taller, en la carretera, o en el silencio de los bosques sin senderos, ellos no estarán solos. En toda la tierra no hay lugar dedicado a la soledad. En la noche, cuando las calles de sus ciudades y pueblos están silenciosas y ustedes creen que están desiertas, ellas estarán atestadas con los huéspedes que regresan y que una vez las llenaban y que todavía aman esta hermosa tierra. El hombre blanco nunca estará solo. Que él sea justo y trate amablemente a mi gente, porque los muertos no son impotentes. ¿Muertos, dije? No hay muerte, solamente un cambio de mundos.
FIN


Versión de Ted Perry, libretista de televisión en 1970
El Gran Jefe Blanco de Wáshington ha ordenado hacernos saber que nos quiere comprar las tierras. El Gran Jefe Blanco nos ha enviado también palabras de amistad y de buena voluntad. Mucho apreciamos esta gentileza, porque sabemos que poca falta le hace nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego a tomar nuestras tierras. El Gran Jefe Blanco de Wáshington podrá confiar en la palabra del jefe Seattle con la misma certeza que espera el retorno de las estaciones. Como las estrellas inmutables son mis palabras. ¿Cómo se puede comprar o vender el cielo o el calor de la tierra? Esa es para nosotros una idea extraña. Si nadie puede poseer la frescura del viento ni el fulgor del agua, ¿cómo es posible que usted se proponga comprarlos? Cada pedazo de esta tierra es sagrado para mi pueblo. Cada rama brillante de un pino, cada puñado de arena de las playas, la penumbra de la densa selva, cada rayo de luz y el zumbar de los insectos son sagrados en la memoria y vida de mi pueblo. La savia que recorre el cuerpo de los árboles lleva consigo la historia del piel roja. Los muertos del hombre blanco olvidan su tierra de origen cuando van a caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás se olvidan de esta bella tierra, pues ella es la madre del hombre piel roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las flores perfumadas son nuestras hermanas; el ciervo, el caballo, el gran águila, son nuestros hermanos. Los picos rocosos, los surcos húmedos de las campiñas, el calor del cuerpo del potro y el hombre, todos pertenecen a la misma familia. Por esto, cuando el Gran Jefe Blanco en Wáshington manda decir que desea comprar nuestra tierra, pide mucho de nosotros. El Gran Jefe Blanco dice que nos reservará un lugar donde podamos vivir satisfechos. Él será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por lo tanto, nosotros vamos a considerar su oferta de comprar nuestra tierra. Pero eso no será fácil. Esta tierra es sagrada para nosotros. Esta agua brillante que se escurre por los riachuelos y corre por los ríos no es apenas agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos la tierra, ustedes deberán recordar que ella es sagrada, y deberán enseñar a sus niños que ella es sagrada y que cada reflejo sobre las aguas limpias de los lagos hablan de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo de los ríos es la voz de mis antepasados. Los ríos son nuestros hermanos, sacian nuestra sed. Los ríos cargan nuestras canoas y alimentan a nuestros niños. Si les vendemos nuestras tierras, ustedes deben recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos, y los suyos también. Por lo tanto, ustedes deberán dar a los ríos la bondad que le dedicarían a cualquier hermano. Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestras costumbres. Para él una porción de tierra tiene el mismo significado que cualquier otra, pues es un forastero que llega en la noche y extrae de la tierra aquello que necesita. La tierra no es su hermana sino su enemiga, y cuando ya la conquistó, prosigue su camino. Deja atrás las tumbas de sus antepasados y no se preocupa. Roba de la tierra aquello que sería de sus hijos y no le importa. La sepultura de su padre y los derechos de sus hijos son olvidados. Trata a su madre, a la tierra, a su hermano y al cielo como cosas que puedan ser compradas, saqueadas, vendidas como carneros o adornos coloridos. Su apetito devorará la tierra, dejando atrás solamente un desierto. Yo no entiendo, nuestras costumbres son diferentes de las suyas. Tal vez sea porque soy un salvaje y no comprendo. No hay un lugar quieto en las ciudades del hombre blanco. Ningún lugar donde se pueda oír el florecer de las hojas en la primavera o el batir las alas de un insecto. Más tal vez sea porque soy un hombre salvaje y no comprendo. El ruido parece solamente insultar los oídos. ¿Qué resta de la vida si un hombre no puede oír el llorar solitario de un ave o el croar nocturno de las ranas alrededor de un lago? Yo soy un hombre piel roja y no comprendo. El indio prefiere el suave murmullo del viento encrespando la superficie del lago, y el propio viento, limpio por una lluvia diurna, o perfumado por los pinos.
El aire es de mucho valor para el hombre piel roja, pues todas las cosas comparten el mismo aire, el animal, el árbol, el hombre, todos comparten el mismo soplo. Parece que el hombre blanco no siente el aire que respira. Como una persona agonizante, es insensible al mal olor. Pero si vendemos nuestra tierra al hombre blanco, él debe recordar que el aire es valioso para nosotros, que el aire comparte su espíritu con la vida que mantiene. El viento que dio a nuestros abuelos su primer respiro, también recibió su último suspiro. Si les vendemos nuestra tierra, ustedes deben mantenerla intacta y sagrada, como un lugar donde hasta el mismo hombre blanco pueda saborear el viento azucarado por las flores de los prados. Por lo tanto, vamos a meditar sobre la oferta de comprar nuestra tierra. Si decidimos aceptar, impondré una condición: el hombre blanco debe tratar a los animales de esta tierra como a sus hermanos. Soy un hombre salvaje y no comprendo ninguna otra forma de actuar. Vi un millar de búfalos pudriéndose en la planicie, abandonados por el hombre blanco que los abatió desde un tren al pasar. Yo soy un hombre salvaje y no comprendo cómo es que el caballo humeante de hierro puede ser más importante que el búfalo, que nosotros sacrificamos solamente para sobrevivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales se fuesen, el hombre moriría de una gran soledad de espíritu, pues lo que ocurra con los animales en breve ocurrirá a los hombres. Hay una unión en todo. Ustedes deben enseñar a sus niños que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, digan a sus hijos que ella fue enriquecida con las vidas de nuestro pueblo. Enseñen a sus niños lo que enseñamos a los nuestros, que la tierra es nuestra madre. Todo lo que le ocurra a la tierra, les ocurrirá a los hijos de la tierra
Si los hombres escupen en el suelo, están escupiendo en sí mismos. Esto es lo que sabemos: la tierra no pertenece al hombre; es el hombre el que pertenece a la tierra. Esto es lo que sabemos: todas las cosas están relacionadas como la sangre que une una familia. Hay una unión en todo. Lo que ocurra con la tierra recaerá sobre los hijos de la tierra. El hombre no tejió el tejido de la vida; él es simplemente uno de sus hilos. Todo lo que hiciere al tejido, lo hará a sí mismo. Incluso el hombre blanco, cuyo Dios camina y habla como él, de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Es posible que seamos hermanos, a pesar de todo. Veremos. De una cosa estamos seguros que el hombre blanco llegará a descubrir algún día: nuestro Dios es el mismo Dios. Ustedes podrán pensar que lo poseen, como desean poseer nuestra tierra; pero no es posible, Él es el Dios del hombre, y su compasión es igual para el hombre piel roja como para el hombre piel blanca. La tierra es preciosa, y despreciarla es despreciar a su creador. Los blancos también pasarán; tal vez más rápido que todas las otras tribus. Contaminen sus camas y una noche serán sofocados por sus propios desechos. Cuando nos despojen de esta tierra, ustedes brillarán intensamente iluminados por la fuerza del Dios que los trajo a estas tierras y por alguna razón especial les dio el dominio sobre la tierra y sobre el hombre piel roja. Este destino es un misterio para nosotros, pues no comprendemos el que los búfalos sean exterminados, los caballos bravíos sean todos domados, los rincones secretos del bosque denso sean impregnados del olor de muchos hombres y la visión de las montañas obstruida por hilos de hablar. ¿Qué ha sucedido con el bosque espeso? Desapareció. ¿Qué ha sucedido con el águila? Desapareció. La vida ha terminado. Ahora empieza la supervivencia.
FIN

JEFE SEATTLE-Biografía 1786-1866
Su padre, Schweabe, fue un noble Suquamish de Agate Pass y su madre, Sholitza, era Duwamish delower Green River. Según varias investigaciones Seattle habría nacido en 1786 en Blake Island, una pequeña isla al sur de Brainbridge Island, durante las terribles epidemias, legadas por los pioneros blancos, que diezmaban la población indígena. Murió en la reservación de Fort Madison en Junio de1866Cuando tenía 20 - 25 años Seattle es nombrado jefe de seis tribus, cargo en el que fue reconocido hasta su muerte. Después de la muerte de uno de sus hijos (de sus segundas nupcias, su primera mujer murió al nacer su hija Angeline), fue bautizado por la iglesia católica, probablemente por padres oblatos (en los registros aparece inscrito como Noé Seattle). Sus otros hijos fueron también bautizados. Seattle es el portavoz durante las negociaciones (iniciadas en 1854) y firmante con otros jefes indios, del tratado de paz de Point Elliott- Mukilteo (1855) que cedía 2.5 millones de acres de tierra al gobierno de los Estados Unidos y delimitaba el territorio de una reserva para los Suquamish.
SeattleShilshole BaySeattleBallast IslandAngeline
El Jefe Seattle nació en 1786, murió en 1866 a los 80 años de edad, un año después de que la ciudad que lleva su nombre aprobara una ley por la cual se declaraba ilegal que los indios viviesen en élla. Fue un gran orador y un hábil diplomático. El Jefe Seattle de la tribu de los
Duwamish había sido amistoso con los blancos. Pero la gran afluencia de colonos provocada por la fiebre del oro de 1849 reclamó su territorio. En 1854, al aceptar la firma del tratado de Port Elliot, por la que la tribu cedía su territorio en la región del Golfo Puget y aceptaba el confinamiento en una reserva, el Jefe Seattle pronunció el siguiente discurso ante Isaac Stephens, gobernador del Territorio de Washington. En acotación de Henry A. Smith que figura entre paréntesis en el texto del discurso tal como figura en la crónica del " Sunday Starr Seattle " interpolada en este lugar se dice: "... hasta época reciente ellos creían (los indios) que Washington estaba aún vivo. Este nombre que era el de un presidente lo confundían con el de la ciudad cuando oían decir Presidente de Washington. También pensaban que el rey Jorge seguía siendo rey de Inglaterra, porque los comerciantes de la Bahía de Hudson, se denominaban a sí mismos hombres del rey Jorge. Estos ingenuos equívocos eran sutiles para los indios y suficientes para explicar la idea que tenían de éstas referencias. Algo que por supuesto los blancos conocíamos mucho mejor. Este documento se publicó, por primera vez, en 1887 luego de haber transcurrido 32 años del pronunciamiento del discurso. La traducción de Henry Smith está considerada la más fiel a las palabras dichas por su autor. El viejo jefe Seattle era el indio más alto que jamás haya visto, y sin duda el de aspecto más noble. Se alzaba casi seis pies sobre sus mocasines, y era ancho de espaldas, de pecho profundo y perfectamente proporcionado. Sus ojos eran grandes, inteligentes, expresivos y amistosos cuando estaban en reposo y expresaban auténticamente los distintos sentimientos de la gran alma que miraba a través de éllos. Era generalmente solemne, silencioso y digno, pero en las grandes ocasiones, se movía entre las multitudes como un titán entre los liliputienses, y su palabra era ley. Cuando se levantaba a hablar en el Consejo, o exponía su parecer, todas las miradas se volvían a él, y frases elocuentes, profundas y sonoras salían de sus labios como incesantes cataratas de truenos, que fluyeran de fuentes infinitas. Su apariencia magnífica era tan noble, como la del caudillo militar más civilizado, al frente de las fuerzas de todo un continente. Ni su elocuencia, ni su dignidad, ni su gracia, eran adquiridas, sino por el contrario, innatas a su hombría, como las flores y las hojas a los almendros florecidos. Su influencia era maravillosa. Podría haber sido emperador, pero sus actos eran democráticos y gobernaba a sus leales súbditos, gentilmente y con afectuosa benignidad.
Era siempre afable y atento con los hombres blancos y nunca tanto, como cuando sentado a la mesa, expresaba más que nunca su comportamiento de caballero. Era un hombre alto, imponente. De fuerte personalidad, era capaz de enardecer a sus seguidores y llegar al fondo de sus cabezas con hábiles discursos. Entendió el alcance de la invasión, y procuró, sin conseguirlo, que las nuevas tecnologías revirtieran en favor de su pueblo: favoreció la instalación de médicos e industriales en sus tierras, mantuvo una obligada puerta al diálogo con los recién llegados. Cuando el gobernador Stevens llegó por primera vez a Seattle, y dijo a los nativos que había sido designado comisionado de Asuntos Indios en el Territorio de Washington, fue objeto de una gran recepción, frente a la oficina del doctor Maynard, en la calle Mayor, junto al barrio portuario. La bahía estaba poblada de canoas y la costa bordeada por una masa humana inclinada, amontonada y polvorienta, hasta que la trompeta del viejo jefe Seattle, lanzó sobre la multitud su potente sonido, como la aurora diana del tambor bajo, el silencio se hizo inmediatamente y completo, como el que sigue al trueno en un cielo claro. El gobernador fue presentado por el doctor Maynard a la multitud nativa e inmediatamente comenzó a explicar su misión, que al ser conocida no exigía mayores detalles, en lenguaje directo, claro y familiar. Cuando se sentó, se levantó el jefe Seattle con toda la dignidad de un senador que lleva sobre sus hombros la responsabilidad de un gran pueblo. Poniendo una mano sobre la cabeza del gobernador y señalando con el índice de la otra lentamente el cielo, comenzó el memorable discurso de forma solemne e impresionante.

La dramática sentencia del gran jefe indio: "Termina la vida y empieza la supervivencia", resultó profética y alcanzó incluso a su propia hija. Alrededor del año 1890, en la propia ciudad de Seattle, el fotógrafo norteamericano Edward S. Curtis, cuya meta personal era retratar a "la raza en extinción" en el ocaso de su gloria, obtuvo la primera fotografía de una larga serie que más tarde alcanzaría la fama. La modelo fue casualmente la princesa Angelina, hija del jefe Seattle, en cuyo honor se le dio nombre a la ciudad. Consumida por el paso de los años y por la miseria, ella aceptó humildemente el dólar que Curtis le ofreció por posar para la fotografía. Si no atendemos al mensaje del jefe Seattle, la humanidad entera se convertirá en una doliente princesa que, como la legendaria Angelina, pose humildemente ante la lente del futuro...sin la esperanza de sobrevivir.

Fuente: detrasdeloaparente.blogspot.com.ar
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